Por Diógenes Armando Pino Ávila

     El 24 de junio de 1976, tuve la experiencia más maravillosa que puede tener un hombre, ese día sentí como nunca una intensa emoción y una alegría extrema, estaba trabajando en la Correccional de menores de Valledupar y me llegó la noticia que había nacido mi hijo, el primer hijo que tenía en esta vida de loco y bohemio que llevaba, mi esposa estaba en mi pueblo natal, no sabía qué hacer, un amigo, un gran amigo, Antonio González, Prefecto de disciplina de la Correccional, me dio en calidad de préstamo los pasajes para viajar a Tamalameque.

    Llegué a mi pueblo y cuando estuve frente a mi hijo sentí un cúmulo de sensaciones indescriptibles, no sabía qué hacer, mi corazón latía aceleradamente en mi pecho, golpeaba desesperadamente mi humanidad como tratando de salir a dar la bienvenida a mi primogénito. Quería cargarlo, estrecharlo con fuerzas contra mi pecho, decirle que lo quería, que le amaba, pero algo me detenía, tenía miedo, pánico de no saber cargarlo, de que se me fuera a soltar de las manos y callera al piso, sentía un miedo intenso de hacerle daño a esa tierna y sonrosada criatura.

    Quería hablarle, decirle un poema, cantarle una canción de cuna, pero de mi garganta no salía ningún sonido, la emoción me paralizaba todo el cuerpo, solo lo veía, lo reparaba con ese arrobamiento que da el asombro, que da el amor, le miraba sin espabilar, trataba de que su tierna imagen penetrara por mis pupilas hasta mi alma y grabara en ella la gracia y la inocencia de ese niño, de mi hijo, mi primer hijo. A su lado estaba la madre, mi esposa, la mujer que apacigua mi espíritu y ata mis demonios, estaba callada, miraba su hijo y me miraba a mí, sonreía, ella me conocía bien, sabía del cúmulo de sensaciones que sentía, sabía que en unos instantes abrazaría a mi hijo, lo besaría a él y que luego la besaría a ella.

   En un momento sentí que algo se liberaba en mí, recobré mi movimiento, mi voz se hizo audible y solo pude decir «Hijo de mi alma». Me incliné sobre mi hijo y con torpeza y lentitud lo tomé en mis brazos, lo apreté suavemente contra mi pecho y deposité decenas de besos en su frente. Me sentí realizado, un hombre completo, sentí por primera vez el peso de la responsabilidad, me sentí papá. Me senté en la cama lo deposité suavemente en el regazo de mi esposa y luego la besé y le di las gracias por la dicha de haberme convertido en el papá más feliz del mundo en el mundo, sentí que mi amor se agrandaba, que se desbordaba y volví a hacer muy íntimamente el juramento que una vez hice en Cartagena, cuando nos casamos, la miré a los ojos y dije para mis adentros «envejeceremos juntos»

    Posaba mi vista en mi hijo y en ella, seguía asombrado, se desbordaba mi amor, mi asombro, veía ante mí a un ángel tierno y bello capaz de transformarme, capaz de poner fin a mi locura y mi bohemia, capaz de reafirmar mi fe en la vida y en el creador que había permitido la maravilla de convertirme en papá. Miraba a mi esposa y la veía como siempre bella, no, la veía mucho más bella, más mujer, más tierna y más frágil. Esa visión suscitaba en mi alma el deseo y la necesidad de ser fuerte para protegerlos, para abrigarlos con mi presencia, volví a tomar en mis brazos a mi hijo, lo abracé suavemente, puse mi mejilla junto a la de él, incliné la cabeza, entrecerré los ojos y oré en silencio, dándole gracias a Dios por tanta dicha y rogándole protegiera por siempre a mi hijo y a esa bella mujer que me dio por compañera, a la que le juré un día vivir a su lado toda la vida.

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