Por: Diógenes Armando Pino Ávila
La sala de «la casa» como toda ella, no ostentaba nada complicado, era sencilla, espaciosa, bien iluminada y aireada por la ventana de tamaño mediano, que daba a la calle, «la puerta» y la otra puerta que daba al patio. Sus paredes de bahareque de color blanco pintadas con cal y su cenefa color ocre, hacían el contraste perfecto con la austeridad del sencillo mobiliario dispuesto ordenadamente en ella.
Muy cerca de una de las paredes laterales se encontraba una mesa de madera cubierta por un hule estampado con flores rojas, encima de ella una jarra alta de vidrio de un verde hermoso, rellena con arena de río y bien acomodado en ella un ramo de flores plásticas traídas por algún familiar vendido de la ciudad. Alrededor de la mesa cuatro taburetes de madera forrados en cuero de vacuno y en el otro extremo, en algunas casas un pequeño sofá de madera, color marrón cuyo espaldar y asiento lucía como un bastidor tejido con mimbre, dicho sofá hacia juego con tres sillas con descansa brazos de madera tejidas también con mimbre y fabricada por los artesanos momposinos —este era un lujo que muy pocos se podían dar en los años 50s—, por ello en la mayoría de las salas solo había la mesa y los cuatro taburetes.
Colgados en las paredes lucían dos o tres almanaque de propaganda del comercio local que todos los años para el mes de diciembre regalaban con la compra. Estos almanaques siempre lucían motivos recurrentes, tales como la imagen de una niña pelirrubia desnuda, con un lazo verde que le sostenía el pelo, siempre sentada a medio lado con el pie izquierdo sobre la rodilla su mirada fija en la planta del pie y sus manitas una sosteniéndolo y la otra mano tratando de sacar alguna pequeña espina de su delicada extremidad. El otro almanaque traía la figura del Sagrado Corazón de Jesús, con un rostro apacible y bien cuidada sus lisas barbas rubias, en su pecho un corazón púrpura circundado por unos rayos de luz y una especie de corona de espina en la parte superior del órgano cardiaco, el cual siempre, el mismo Jesús, señalaba con su dedo índice derecho en una clara alusión a su amor y sufrimiento por la humanidad. En algunas salas colgaban de un clavo el Almanaque Bristol, el que siempre estaba disponible para consultar los pases de la luna, de niño tomaba este almanaque para leer y releer una sección titulada Tragicomedia en ocho cuadros.
A dos metros de altura, colgado de la viga del techo haciendo centro en la sala, lucía una bombilla bien enroscada en el benjamín —como llamaban su soporte— del que colgaba una pequeña cadena con eslabones de bolitas, la que era alargada con un curricán que se jalaba para activar el mecanismo de encendido y apagado de la bombilla que daba luz a la sala por las noches.
Por lo demás la sala era sobria y poco utilizada por la familia, en ella se recibían visitas especiales como el cura, el médico y los políticos que cada cuatro años —como ahora— visitaban la familia. También era utilizada para eventos especiales tales como velorios, matrimonios, bautismos y fiestas familiares. En este caso de fiestas, las que siempre se hacían de noche, se acostumbraba poner contra la pared las sillas y el sofá de mimbre, los taburetes del comedor y la cocina donde solo se sentaban las señoras y jóvenes invitadas, en las sillas de mimbre, la madrina o invitado de honor, mientras que los hombres se acomodaban en taburetes dispuestos en la calle en el alar de la casa. Mientras la pequeña radiola, atendida por el vecino, dueño de ella, emitía las canciones de moda, los jóvenes entraban a la sala y escogían las jóvenes para bailar, ante la mirada escrutadora de los mayores que ante cualquier amacice fruncían el ceño en señal de desaprobación y llamado al orden y al decoro.
Para los velorios la sala se organizaba de otra manera: en la pared del fondo o en una esquina, fijaban con clavos una sábana blanca que servía de fondo a la caja mortuoria acompañada por cuatro altos candelabros de pie soportando unas velas encendidas, el ataúd abierto para que familiares, vecinos y amigos vieran por última vez la cara del finado. Al lado del féretro la pareja del difunto o la madre, llorosa vestida de negro riguroso, recibiendo el pésame de los visitantes. En las sillas dispuestas contra la pared se sentaban las mujeres, también vestidas de negro comentando en cuchicheos la vida y obra del muerto, mientras que la asistencia masculina se sentaba en la calle en bancas largas de madera traídas de la iglesia.