Por: Diógenes Armando Pino Ávila

     Diciembre trae consigo, envuelto en su brisa, las notas de música añeja que recuerda diciembres de calendas pasadas, amores, desengaños, triunfos y fracasos sufridos. Los villancicos suenan por doquier y arrastran hasta nuestro recuerdo pasajes de infancia que creíamos olvidados y que son gratos rememorar y en otros casos hacen sentir el amargor encerrado en el alma por alguna pérdida, alguna ausencia, algún desamor. Los enormes muñecos de trapos que en los barrios deprimidos posan a las puertas de las casas, para ser incinerados el 31 de diciembre con la pretensión inocente de exorcizar las malas rachas sufridas durante el año y la ilusión de que la suerte cambie y que el «Año Nuevo» traiga dicha y prosperidad nos dan la esperanza de un futuro mejor.

    Todo se conjuga y confabula para hacernos sentir en el pecho esa sensación agridulce de tristeza y alegría, ese amasijo de sentimientos que nos dispone al estado ambivalente de nostalgia del pasado y esperanza en el futuro y por supuesto, la recurrente tendencia de añorar la presencia de familiares ausentes con el deseo irrefrenable de verlos, de compartir de nuevo momentos de amistad, cariño y familiaridad. También es común evocar a nuestros difuntos queridos, padres, madres, hermanos, esposos, esposas, compañeros de infancia o de trabajo que en estos tiempos aciagos fueron arrancados de esta vida terrena para emprender el vuelo hacia lo infinito.

    Duele el alma, se resquebraja como cristal golpeado con violencia, la fortaleza que hemos mantenido para soportar la carga de pesares en la orfandad de esta vida ante la usencia de seres queridos, son momentos frecuentes en este diciembre en que en más de una ocasión aflora la lagrima fácil para dar salida al dolor lacerante que nos apabulla. Es normal sentir el sabor de la derrota por los casos en que las circunstancias nos desbordaron y no fuimos capaces de afrontar acertadamente algunos avatares de negocios, relaciones o sentimientos por haber escogido la acción equivocada para enfrentarlos, bien por ignorancia, prepotencia, orgullo, rabia o simplemente porque nos dio la gana.

   Se alegra el alma por el recuerdo de victorias por efímeras que fueran, por aciertos, reconcilio o terminaciones de relaciones tóxicas que envenenaban nuestras almas. Nos alegramos por los pequeños o grandes triunfos de amigos o familiares, el grado de prescolar del hijo o nieto, la ceremonia de graduación de bachiller de nuestro hijo o en algunos casos el recibir el título profesional de algún miembro de la familia. También nos regocija y nos llena de felicidad y agradecimiento que durante el año fue nombrado o empleado en una empresa un amigo, hijo o familiar que estaba sin trabajo. Nos llena de agradecimiento al Todopoderoso el haber empezado con suerte un emprendimiento.

    En fin, la lista de sentimientos sería interminable y no quiero cerrar la nota sin mencionar, que también el mes de diciembre es la época del año donde recordamos con cariño a algunos personajes del pueblo, sobre todo los que pasaron a mejor vida. Aquellos que amenizaban las reuniones y parrandas, amigos o familiares que contaban anécdotas, chistes, historias en las reuniones, a los que festejábamos sus ocurrencias con el coro de carcajadas que como premio le obsequiábamos cariñosamente por alegrarnos en rato.

    Recordar personajes por los apodos que ponían, por el anecdotario que contaban, por los apuntes oportunos de sus ocurrencias, por la chispa ingeniosa de sus respuestas sarcásticas, en fin, individuos que nunca se olvidan y que siempre son mencionados. En mi pueblo se recuerdan por sus dichos, los que se afianzan con el nombre del personaje: «Hurra, dijo Villadiego», «Y el discuenti, dijo Lucho Carlos», «Conmigo la guayaba es pelándola maestro, dijo Lámina», «La copa, dijo Ana Avila». Hay otros que recordamos por lo rebuscado apodos que ponían tales como Agustín Pantoja, cantante y guitarrista de mi pueblo que para describir a un paisano nuestro dijo: «parece muerto lavado con limón». La jocosidad y gracejo con que enfrentaba las situaciones Kennedy Vargas, hombre de respuesta rápida e ingenio repentista que al escuchar la respuesta de un amigo sobre la dieta con que había bajado de peso, sostuvo socarronamente «No hay mejor dieta que una mala situación», o el caso de Aníbal Marín que quejándose de la mala situación exclamó: «Que Dios se olvide de uno un rato, una temporada ¡pero toda la puta vida! No jodás»

   No sé por qué han de morir jóvenes estos personajes, ellos deberían morir de viejos, para que siguieran alegrando las parrandas. En fin, este es diciembre, época de evocaciones, nostalgias y alegrías.

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