Por: Diógenes Armando Pino Ávila

    No recuerdo cuantos años tenía. Por la nitidez del recuerdo, y la conciencia que de ello tengo, debía tener de 6 a 8 años, no podía tener más. Recuerdo que esa noche, como a las siete, mamá me dijo, alístese para que acompañe a sus hermanas, — ésta orden ya la había escuchado otras veces, y la traduje de inmediato, mamá en lenguaje cifrado, que solo ella y yo entendíamos, me decía «Esté pendiente y cuando lleguen me cuenta»— En estos casos yo era los ojos y oídos de mamá, es decir fungía de “sapo”, suavicemos la expresión, ocupaba el papel de espía, con los peligros que eso significaba, de ser descubierto por el enemigo, es decir, por mis hermanas mayores.

    Salí con tres de mis seis hermanas, las que en todo el camino hablaban entre dientes, en esa ocasión no me llamaban por mi nombre, ni me decían Papi, como cariñosamente me llamaban en casa, en esta ocasión, se referían al “cliente este”, yo las escuchaba haciéndome el loco, sin inmutarme, como si no me diera cuenta que se referían a mí. En la calle encontramos a muchos jóvenes y adultos que se dirigían en la misma dirección, como a dos cuadras comencé a escuchar el sonido de tambor que la brisa traía nítido, una de mis hermanas dijo «Ya empezaron», aceleramos el paso y nos enrumbamos por una calle amplia de casas techadas con palma amarga y paredes de bahareque, en cuyas puertas algunos parroquianos, se sentaban en taburetes recostados a la pared y musengue en mano espantaban el mosquito mientras charlaban, alumbrados por rusticas lámparas de petróleo, improvisadas en botellas de ron donde introducían ripios de tela empapadas en petróleo, dejando en la boca de la botella un parte del trapo afuera semejando un grueso pabilo que al ser encendido proveía una pálida luz.

     Recorrimos casi toda la calle Palmira, así llamaban la calle de ese típico barrio de pescadores, hasta llegar a una esquina donde se veía un tumulto de gente, que tocaba palmas en un semicírculo que cubría a músicos, catadoras y tamboreros, estos eran unos ancianos que los reflejos de las lámparas de petróleo y el sudor hacían resaltar los brillantes de su tez negra. Años después supe sus nombres, Hermanos Ramírez ejecutaban la tambora el uno y el currulao el otro, Eliecer Romero y otros que acompañaban la melodía con el responso o contesta y Brígida Robles la cantadora. Era una noche de Tambora, una noche de guacherna.

    Esa fue la primera vez que presencié una noche de guacherna, fue tal la belleza de lo que vi, que esas imágenes quedaron grabadas en fuego en mi memoria, mi arrobamiento fue total, mi función de espía perdió su esencia, esa misión secreta que me había asignado mamá, pasó a un segundo o tercer plano, perdí de vista al enemigo y puse en peligro la estabilidad del régimen materno.   Quedé atrapado por el embrujo de lo que veía, de lo que hacían los ancianos, con la melodía de la voz de Brígida, con el elegante baile de las parejas y el galanteo de los bailadores, con la improvisación de esos versos sencillos, con la sonoridad del coro, con la mística de los ancianos, música de tambores, palmas, bailes y cantos, el tiempo pasó sin darme cuenta, solo tenía ojos y oídos para lo que veía por primera vez.

    Todavía resuenan en mis oídos el eco de esas tamboras, la melosa voz de Brígida, las palmas y el coro, no tengo conciencia de cuáles versos cantaban, mentiría si digo que los recuerdo, lo que, si preciso es el papel de cada uno de esos acianos en ese momento, la entrega con que cada uno de ellos desempeñaba su rol estelar en esa noche bajo la luz lechosa de la luna y las estrellas, aumentada por las espasmódicas llamas de los mechones que como teas encendidas iluminaban la escena. En ese entonces no tenía el conocimiento para definir el cuadro de vida, de cultura, de presencia vivencial de una tradición propia de mi pueblo y de los pueblos del río, de esa subregión denominada Depresión Momposina, solo tenía la impresión de estar presenciando una especie de ritual, de culto de algo que se desprendía del alma de esos ancianos y posaba en todos nosotros los asistentes; hoy creo que era la presencia de los espíritus mayores que bajaban a presencial el ritual sincrético donde vibraba la sangre del negro al ritmo del tambor, donde asistía la espiritualidad del chimila que se hacía presente en la danza y la curiosidad del chapetón que se asomaba a través del toque de las palmas.

   Hoy tengo claro —ese día no— que asistí a una especie de ceremonial de iniciación, donde recibí la cultura de nuestros mayores, la que desde entonces se anidó en los intrincados caminos del alma y que prisioneros en esos laberínticos senderos, no han encontrado el regreso para salir de mi ser y esperan agazapados mi deceso para escapar de ahí y anidarse posiblemente en el alma de otro niño que presencié por primera vez una noche de guacherna.

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