Por: Diógenes Armando Pino Ávila
Ya era un adolescente, podía tener 12 o 14 años, recuerdo que mi pueblo estaba a oscuras, la planta que nos proveía el fluido eléctrico se había averiado desde hacía varias semanas y se estaba a la espera de un técnico que llegara de Valledupar, enviado por la empresa de servicio de electricidad del Cesar, estos casos eran frecuentes en las décadas de los 60s y 70s, entre tanto, el pueblo se alumbraba con luminarias de petróleo y las casas de la mayoría de los habitantes se iluminaban con lámparas de kerosén, mientras que la de los comerciantes y ganaderos lo hacían con lámparas a gasolina o caperuzas como las llamaban en esa época.
Encontré reunidos a los muchachos del barrio, planeaban ir a las 7 y media de la noche al barrio Palmira a ver un ”toque de tamboras”, revivió en mi mente esas escenas de vida y cultura que había visto de niños, me entusiasmé de tal manera que los aupé para partir inmediatamente hacia el sitio del “toque”, el lugar era el mismo de mi primer encuentro, la calle de pescadores llamada Palmira, festejaban “La Cruz de Mayo”, una pequeña imagen en piedra que un pescador había encontrado hacía muchos años y que su familia y los moradores del barrio adoraban y festejaban en un jolgorio sincrético entre fiesta y religiosidad los días de la víspera y el propio día de la aparición 3 de mayo.
Llegamos al sitio del convite, ya habían llegado algunos paisanos, hablaba entre sí, se les notaba la euforia, parados en la calle frente a la puerta de una casa de bahareque en cuyo interior se lograba divisar un ´pequeño altar donde reposaba una pequeña cruz de piedra, adornada con mucha devoción por las mujeres de ese hogar, con muchas flores de astromelia, cayenas, y rojas flores de coral, alrededor del altar varias señoras rezaban con piadosa devoción pidiendo protección y bendiciones a la cruz aparecida.
Se presentó Eliecer Romero, un anciano de cuerpo menudo y baja estatura que era el líder del grupo, entró a la sala de la casa, se persignó delante de la cruz y salió de nuevo preguntando por los tamboreros. Eliecer llamó a un muchacho y le pidió que se acercara a la casa de Agustín Ramírez y le avisara, mandó a otro donde Julián con el mismo recado. Minutos después se presentaron los hermanos Ramírez con los instrumentos al hombro, una señora sacó de la casa unos taburetes de madera forrados en cuero y los ancianos se sentaron, Julián se acomodó el currulao entre las piernas, Eliecer le dio la orden «llama» le dijo, El anciano del currulao comenzó a dar unos golpes al cuero con las palmas de las manos, «dum-dum-dum» golpes estos que repetía cada tanto tiempo: Era el llamado a la Noche de guacherna, era el aviso con que los tamboreros se comunicaban para indicar a cantadoras, y bailadores que ya iban a comenzar, poco a poco fueron llegando los bailadores, saludaban con cierta euforia a los músicos, minutos después se presentó Brígida la cantadora, saludo a los músicos, entro a la sala oró ante la cruz y salió a la calle.
La noche comenzó a cargarse de una energía que solo sienten los que acostumbran a participar y presenciar el toque de Tambora, era una magia serena que entraba por los poros a cada dum-dum del currulao, en ese llamado de los ancestros negros que desde el pasado llegaba a manifestarse en esa noche de tamboras. Comenzó el “toque”, tambora y currulao se sincronizaron, las palmas, la voz cantadora y los coros invitaban al baile, comenzó el jolgorio, los ancianos empezaron a despojarse de la rigidez inicial y al compás de los cueros se deslizaban en la danza con una agilidad asombrosa, pues a pesar de sus edades avanzadas sus pies se deslizaban descalzos sobre la fría arena de la calle en un derroche de elegancia y galanteo entre las parejas.
Sentí ganas de aplaudirlos, pero al ver que nadie lo hacía me detuve, hasta caer en cuenta que el público no aplaudía, porque con sus manos tocaban palmas acompañando la melodía emitida por el grupo de ancianos que tocaba y cantaba, la magia de la Tambora involucraba a todos, comencé también a tocar palmas y perdí la noción del público, mis sentidos, como los demás asistentes, solo se ocupaban de ver y sentir el baile y la música ancestral que salía de las manos que golpeaban los cueros, las gargantas que cantaban y los cuerpos de los acianos que danzaban. La magia flotaba en el ambiente y nos atrapaba, en una especie de sana posesión de los espíritus mayores sobre los asistentes.
La única manera de sentir lo que describo es viviéndolo, si no has tenido la oportunidad de asistir a una noche de tamboras, no pierdas la oportunidad de visitar cualquier pueblo de la Depresión Momposina y vivirlo, de seguro quedarás atrapado en esa magia que no te abandonará jamás.