Por: Diógenes Arando Pino Ávila

     La educación primaria, en mi caso fue muy accidentada, pasé por el colegio público y los tres privados que tenía mi pueblo, debo aclarar que una de mis hermanas tenía un colegio de “banquito” en la casa, ella era modista y mientras pedaleaba en la Singer, recibía las lecciones de sus estudiantes que leían en la cartilla Alegría de Leer. Esa fue la razón por la que cuando llegué a la escuela primaria, ya sabía leer y más o menos manejaba las Tablas de multiplicar, sumaba, restaba y dividía rudimentariamente. Esto ahora que lo escribo, me lleva a pensar que el aburrimiento que siempre me acompañó en el colegio obedecía tal vez a que inconscientemente sentía que no estaba aprendiendo nada nuevo, lo que me llevaba a subvertir el orden y la disciplina escolar y terminaba siendo expulsado.

     En el bachillerato seguí por la misma senda, en mi pueblo solo había La Escuela Agropecuaria que nos bridaba la educación secundaria hasta el cuarto de bachillerato, donde nos preparaban para las faenas del campo, agricultura, ganadería, huertas caseras e industria menor, es decir, porcinos, caprinos, aves y conejos. Cuando se llegaba a cuarto se hacia una ceremonia de graduación con una seriedad y protocolos dignos de universidad y nos daban el cartón de “Prácticos Agropecuarios”; los jóvenes del pueblo, no teníamos otra opción de estudio, esto para mí era un suplicio y un tormento insufrible por razones tales como, mi madre, como la mayoría de los papás de los estudiantes, no tenía finca ni ganado, ella mantenía la familia con el producido de un pequeño restaurante de pueblo, donde recibían sus alimentos, algunos profesores, policías y empleados de La Caja Agraria. La otra razón de mi desencanto era que yo quería ser poeta, de hecho “era un poeta” que recitaba los versos de Julio Flórez, Juan de Dios Peza, El Tuerto López, León de Greiff, leía con devoción a Vargas Vila y me escondía a leer algunos textos como los cuentos de Canterburi de  Geoffrey Chaucer, Dostoyevski y otros, en tanto escribía versos rimados a las muchachas del colegio y levantaba una que otra novia en secreto.

     Mi sentimiento de poeta y la falta de vocación agropecuaria me llevaba a sentir que estaba perdiendo el tiempo en el colegio, afortunadamente había clases como la de español, biología e historia que eran una especie de bálsamo que calmaba mi angustioso existir escolar, sin embargo, todo ese desencanto me llevó al consumo de bebidas alcohólicas a temprana edad, y en la creencia de que el estilo de vida de los poetas era el de “los poetas malditos”, consciente o inconscientemente asumía esa pose de poeta irreverente. Hasta que un día con otros amigos de los cursos superiores encabezamos una huelga estudiantil y sacamos al rector fundador del colegio. Creímos haber triunfado, no contábamos que el reemplazo sería informado al detalle por nuestros profesores, que eran de tendencia conservadora y veían con malos ojos mi rebeldía y el ejemplo perjudicial que yo daba al resto de mis compañeros.

    Finalmente, me dejaron terminar el tercero de bachillerato y en mi boletín con letras rojas de una excelente caligrafía, en mayúsculas resaltaba antes de la firma del rector: «ESTA INSTITUCIÓN SE RESERVA EL DERECHO DE ADMISIÓN DEL ESTUDIANTE», y a renglón seguido: «se aconseja cambio de colegio». Mamá recibió el boletín, respiró profundo, lo puso sobre sus piernas, cerró sus ojos por largo rato mientras yo expectante esperaba su reacción, diez o quince minutos después me dijo: «Se va para Cartagena a estudiar», como siempre, en ella, tomaba las decisiones, reflexivamente, sin rabias.

    Viaje a Cartagena a finales de enero de 1973 y comenzó mi odisea, no me recibían en ningún colegio oficial, llevaba la conducta en uno, me habían calificado la disciplina y la conducta, no como un joven poeta rebelde, sino como el peor de los criminales. Por fin encontré cupo en un colegio privado llamado Escolombia que laboraba en un caserón colonial que quedaba en el sector amurallado, en una de las callecitas laterales a la Catedra. Pensé que acababan mis desgracias y comencé a cursar el cuarto de bachillerato, mi felicidad terminó cuando me enteré que en dicho colegio había unas áreas de estudio diferentes, era un colegio comercial. Y yo nunca en mi vida había, siquiera, tocado una máquina de escribir, me espanté cuando me hicieron sentar ante una vieja Remington, pero lo peor fue cuando vi que los compañeros de curso escribían sin ver el teclado y que la maestra les obligaba a vendarse los ojos con un pañuelo.

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