
Por: Diógenes Armando Pino Ávila
Esta época de fiesta, descanso y reflexión coincide con las ceremonias de graduación de las diferentes instituciones educativas del país, donde las escuelas y colegios entregan sus diplomas de grado a los estudiantes que terminan su ciclo de prescolar, primaria y secundaria. Ceremonia donde hay un derroche de amor reciproco de las maestras de prescolar, primaria y los niños y niñas. Hay gestos, detalles, sentimientos que jamás pueden ser impostados, son manifestaciones sinceras de empatía entre docentes y estudiantes —Admiro a quienes ejercen la docencia en prescolar y primaria— siempre he pensado que estos son los verdaderos MAESTROS.
En el bachillerato las cosas son diferentes, la distancia entre educadores y educando es enorme, el grado de empatía entre ambos es difuso, tal vez ello obedezca a la edad de los muchachos que en esa etapa de la vida el que no piense como ellos o no tenga sus mismos gustos y preferencias lo categorizan como viejo; otra de las posibles causas es que al llegar a esa edad de adolescentes o de adultos jóvenes adquieren una consciencia de independencia que les lleva a pensar que cualquier orientación, llamado de atención o consejo de alguien mayor a él, es una irrupción a su intimidad y piensen que su espacio vital es invadido por persona extraña sin importar si es su profesor.
Los casos enumerados anteriormente son normales, dentro de los cambios que siente el joven en cuanto a su forma de concebir el mundo, su entorno y su forma de vida. Lo que preocupa es que cuando al llegan a Once, algunos estudiantes —no todos— se sienten en la cumbre del mundo y se hacen a la idea que llegaron a la cima, que después de ello los demás son sus iguales, es decir miden por el rasero de su propia edad y no de competencia, no de estudios realizados, no de experiencia laboral, pareciera que pensaran despectivamente que, para qué sus profesores pasaron por la universidad, para qué hicieron especializaciones, magister o doctorado, miran esos títulos como un artificio para hacerles la vida imposible en el salón de clases.
Qué bueno fuera que se sintieran iguales, demostrando su interés por la lectura, por la comunicación fluida y la emisión de opiniones propias, por el conocimiento que tengan del presente y del pasado y sobre todo que ese conocimiento lo contrasten con los hechos históricos que ocurren en el presente y que hacen de este mundo algo convulso, cambiante y a veces peligroso. Qué bueno que los medios tecnológicos fueran usados en provecho de la información y de su formación intelectual mediante consultas sobre temas que les permitan cumplir con los estándares de educación exigidos por el Ministerio de Educación y que a la postre le den las competencias básicas para el ingreso a la Universidad o para enfrentar la vida vendiendo su fuerza de trabajo en el mercado laboral.
La culpa no es de ellos solos, en este desbarajuste participamos en gran medida nosotros como educadores, pues no es posible a que a estas alturas del siglo XXI se entre al salón de clases y se les tenga que dictar el tema, limitándolos a ello, por lo cual no saben tomar notas, ni lograran un acercamiento critico a ningún tema, pues cuando dictamos desde el título hasta el final del tema, ellos no se apropiaran del conocimiento ni elaboraran sus propios constructos sino que aplicaran la repetición propia de la Educación Bancaria que Paulo Freire analizaba y criticaba. No es posible que, a estas alturas, algunos de nosotros como profesores califiquemos cuadernos en limpio como hace 40 años, negándonos a salir de esa práctica de neuronas espejos que tienden a enseñar cómo nos enseñaron.
Otro de los culpables son los padres de familia que manifiestan esa predisposición dañina de sobre proteger a los jóvenes, culpando de todo a los maestros y a la Institución Educativa; es común oírlos despotricar de los maestros, culpándolos del bajo resultado de las notas de sus hijos, pues íntimamente creen que sus hijos son unos genios incomprendidos; es común en sus reclamos escucharlos decir «No es por nada, pero mi hijo es inteligente», a veces lo es otros no lo son tanto y ante tal situación, directivos docentes y docentes nos aculillamos y nos da miedo decir lo que sucede, explicarle que cada niño, cada joven es una “Unidad psicosomática irrepetible” que tiene su propio ritmo de aprendizaje y que esas diferencias individuales hacen que algunos aprendan rápido, más lento o aprendan tarde. Hay padres que ante cualquier llamado de atención para ponerlo al corriente del comportamiento de sus hijos sostienen «Es raro que él haya hecho eso, pues en casa es muy formal y estudia mucho» Algunos sostienen de su pupilo «Mi hijo no es de esos, pues me lo hubiera dicho, él me cuenta todo». De todas maneras, siempre culpan al maestro de sus desventuras, pues de sus logros dicen que es la genética pues su familia es “muy inteligente”.
No resisto las ganas de contarles una anécdota que me contó el Dr. Carlos Hernández, un amigo de Guamal Magdalena, que cuando se graduó en el colegio Pinillo de Mompox, un maestro que había sido uno de sus mentores y que fungía como maestro de ceremonia en el acto de graduación dijo: «hace seis años ya, que vino el joven Carlos Hernández Yépez a este colegio y llegó con el gramalote en el fundillo y hoy, seis años después regresará a Guamal corroncho como vino y con el gramalote en el fundillo, pero con el mérito de haber sido el mejor bachiller de esta promoción. —Remató explicando su charada— «lo digo con el ánimo revanchista de molestarlo un poco para vengarme de los seis años de mamadera de gallo que hacía por las noches amargándome la vida como coordinador del internado».