Por: Diógenes Armando Pino Ávila

     Ayer, mi esposa me pidió que comprara unos bollos de mazorca —los están vendiendo seguido en mi pueblo—averigüé donde los había y alguien me dio tres nombres, sin saber por qué, decidí comprarlos donde el señor Teto. Fui a comprar los bollos y al momento de entregármelos me dijo, «también hay suero», eso me sonó a música, pagué y le dije ya vuelvo, fui a casa y regresé con un pequeño contenedor plástico para comprar el suero.

    He estado pensando en ese episodio, de los bollos y el suero, lo que me ha llevado a evocar mi niñez en Tamalameque, en este pueblo de mis querencias y en esa evocación me he detenido a analizar los gustos culinarios de mi gente, la simpleza de esos gustos gastronómicos que sin vanidad gozábamos en el seno de nuestra familia cada vez que nos sentábamos alrededor de la mesa de madera y taburetes de cuero que fungían como mesa de comedor.

    Recuerdo los desayunos, con bollo limpio, queso y café negro, o la cena con bollo de mazorca queso o suero y el infaltable café negro y los almuerzos con ahuyama cocida o plátano verde pisados que revolvían con picaduras de cebolla y tomates sofritos con aceite al fuego lento. Mis papilas gustativas se activan al recordar la sopa de arroz de cabeza de cerdo salado o de cabeza de bagre ahumado. Recuerdo formas de cocinar algunos alimentos tal como atravesar en el fondo de una olla unos pequeños palos de guayabo, secos, pelados y bien lavados y que quedaran suspendidos por lo menos dos dedos del fondo de la olla, para que cuando seque el agua del hervor los alimentos no estén sumergidos.

Bien dispuestos los palos de guayabo, el agua con algo de sal al gusto, las tías abuelas en mi casa acomodaban dentro de la olla, encima de los palos de guayabo, la yuca abierta, lo mismo que el plátano amarillo y encima de estos colocaban el pescado desalado previamente, luego lo tapaban con hojas de bijao o plátano y un tiempo después lo bajaban, lo dejaban reposar y servían en la mesa, siempre había agua de panela con limón y al lado de los platos, mitades de limón para aderezar al pescado.

    Me maravilla esa elementalidad de nuestros gustos del pasado, la originalidad y la tradición guardada en la cocina de los pueblos, el respeto por las recetas de las abuelas, la fidelidad por nuestros gustos gastronómicos. Nuestra cocina no tenía limites, los limites siempre eran rebasados por el ingenio que la necesidad de alimentar a la prole despertaba en nuestras mamás y abuelas, que con fórmulas y recetas mágicas ponían sobre el fogón la historia y la tradición para convertirla en un bocado apetitoso digno de ser degustado, repetido y agradecido con el alma.

    No cambio las comidas tradicionales de mi pueblo, sin embargo, respeto a los nativos de pueblo que refinan sus paladares con platos de nombres rimbombantes Osobuco, langostino al ajillo, filet mignon con champiñones, baby beef, y qué se yo, otros platos en los que creo que mencionan por descrestar o que le han cogido más el gusto a la sonoridad de sus nombres que a la culinaria en sí.

     He probado otro tipo de cocina, variedad de platos exquisitos, pero no he encontrado todavía ninguno que despierte las sensaciones que despiertan las comidas de mi pueblo, pues es difícil desunir el paladar del olfato y mucho más difícil desunir estos del recuerdo y las sensaciones que despiertan, la estancia familiar, los padres y hermanos, los rituales familiares, las conversaciones en torno a temas domésticos.

    En otros escritos he comentado que, en la cocina, en torno al fuego del fogón se tejen los hilos de la vida y que mientras las mamás y abuelas cocinan van sembrando, inculcando las costumbres, tradiciones, relatos, creencias, en fin, junto a los alimentos se cuecen elementos culturales que marcan al individuo y le dan el anclaje con el territorio, por eso es difícil, sino imposible desunir el paladar de la memoria y la memoria del pasado y el pasado de la historia y la cultura.

    Es necesario que se eduque al niño, al joven sobre estos tópicos para que no haya desarraigo, para que se adquiera identidad y sentido de pertenencia con lo propio y que la vorágine de la globalización no nos aniquile como pueblos.

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