Por: Diógenes Armando Pino Ávila
Tenemos la costumbre −como costeños que somos− de utilizar apodos cariñosos, para llamar a los niños. Estos, al pasar el tiempo, reemplazan por completo el propio nombre de pila. Por lo que el portador crece y llega a adulto, cargado con el remoquete familiar. Por tanto, es común oír llamar a: Los Muñes, los Papis, las Mamis, los Tatas, los Pichis, y otra gran cantidad de remoquetes familiares.
Por otra parte, somos muy dados a poner sobrenombres a las gentes por el solo gusto de llamarlos de otra manera. Tan generalizada está esta costumbre aquí en Tamalameque, que hemos convivido toda una vida con personas, que siempre llamamos por su apodo y nunca conocemos sus nombres; veamos quienes saben los nombres de: Bocha, Firofiro, Mafufo, Juan Platino, Tolamba, José Taco, Polín, Peye, Pana, Barichara, Picapica, Wachiman, Fausto la mona, Monocuco, Carromío, Doscara, Cosaco, y tantos otros que abundan en el pueblo.
También es común rebautizar a toda la familia con apodos que inicialmente llevó un miembro de ésta, y encontramos: Los perros, Los nutrias, Los tigres, Los micos, Los culeperros, Las culonas, Las casconas, Los come-hielos, etc.
Encontramos la costumbre de agregarle al nombre de la persona como un apellido el oficio o el nombre de la empresa donde trabaja, por ello no nos extrañamos al oír mencionar a: Toño Planta, Pedro Idema, Jaime Hospital, Humberto Telecom.
Cuando hay varias personas con el mismo nombre, para diferenciarlos, le agregan como apellido el nombre de la madre, así: Fermín Dionisia, Javier Chinda, Chiqui Felicidad, Mañe Dora, Jairo Gil, Carlos Carmen Ana, Pacho Querida, Lucho Belisa, Pacho Celia, Sandra Ligia, Sandra Bony, Sandra Eva, etc.
Pero además existen apodos que poca relación guardan con el nombre de quien los lleva: «Martín Kolino, Cuyo, Galón en Trocha, Alemán Perdido, Águila Mocha, Marlboro, Lucky, Siete Perfumes, Pín, Nacho Loco, Buche de Agua, Boloncho, Caremango, Pito, Bullerengue, Cayayá, El Mulo, Rafael la Vaca, Cristo Caído, El Padre Ríos, Tico Burro, Tetero, Cara guapa, Mojón de avena, Mojón liso, Pico gordo, Eduard Cuzumbo, etc.
Encontramos casos «sui generis», como el de Daniel Pedraza que a sus hijos él mismo apodó con los nombres de ritmos musicales de la época: Mambo, Merecumbé (ahora simplificado a Memé), y a los muchachos de entonces que se colgaban a su carro de mula también bautizó con nombres musicales, de los que se recuerda a Bullerengue, Macumba y Mapalé.
Cuando se estaba construyendo la carretera Tamalameque – El Banco, la compañía constructora trajo del interior gran cantidad de operarios, cachacos, por supuesto, y de Tamalameque empleó obreros rasos. Se asombraban los interioranos de la manera tan peculiar de llamarse los Tamalamequeros, pues ahí se escuchaban llamados a: Bigote-gato, Veinticuatro, Bellos ojos, Panzuto, Culepato, Garagara, Mochólo, Tuntún, Toyo, Manteca de Burra, Tolondrón, Pacho bobo, Pichirilo, Locato, etc.
La cosa no terminó ahí, sino que comenzaron a rebautizar a los cachacos con apodos como: El eléctrico, Me voy cagando, Mentira fresca, El amarillo, El sapo, El avión, etc.
Un día, comentando sobre este particular, bajo un campano, en el Chorro de Lina, en un descanso del almuerzo, un cachaco dijo dirigiéndose amenazadoramente a los Tamalamequeros:
—»A vustedes les encanta apodar la gente, pero el que se meta conmigo, el que me ponga un apodo a mí, lo mato».
Tenía fama de pendenciero y hombre peligroso, por lo que nadie le mamaba gallo. Pero Fermín Dionisia, pensativo, aún terminó la expresión el interiorano, sentenció: —»Serás el único».
De ahí en adelante, al pobre cachaco, todo el Pueblo le llamó así: «El Único». El se moría de la risa, pues le hizo gracia la forma tan elegante como lo bautizó Fermín.
(Publicado originalmente en el libro de mi autoría Tamalameque historia y leyenda)