Hoy, paseando por la calle principal de Tamalameque, me llamó poderosamente la atención un señor llevando una carreta de madera, donde vendía pescados frescos, pero lo que atraía mi mirada, no eran los peces, ni la carreta, ni los dos o tres compradores que le rodeaban, mi interés estaba centrado en la camiseta que llevaba puesta el vendedor, era una camiseta china de esas que los políticos compran por bultos en el mercado negro y que mandan a timbrar con su rostro y slogan político, acompañado de cargo al que aspiran y su número en el tarjetón.

   En ese ejercicio de observación permanente que la practica escritural me ha obligado a entrenar, escaneé varias veces con la mirada, la escena tratando de descubrir qué me había intrigado de la camiseta de ese vendedor de pescado, me detuve en esa esquina y entre saludo y saludo de los que pasaban (en mi pueblo todos conocemos a todos), trataba de descubrir lo que suscitó mi interés. Por fin, después de múltiples miradas pude decir mentalmente la palabreja del griego antiguo que anecdóticamente dijo Arquímedes ¡Eureka!.

    Pues sí, en los pueblos de la costa es común, ver en las calles, en el trabajo a señores o señoras luciendo camisetas de propaganda política sin importar que las elecciones hayan ocurrido varios meses atrás.  Los parroquianos visitan los comandos políticos o asisten a las manifestaciones políticas, no tanto por escuchar las descoloridas ideas de los candidatos, sino por degustar unos rones gratuitos, saborear un tamal y/o recibir una camiseta. Esta prenda la utilizan inicialmente para mostrar sus preferencias política en una rivalidad absurda con sus vecinos que portan la de otro candidato.

    Luego de las manifestaciones y marchas, la visten para reafirmar su identidad política y demostrar que pertenecen a la cauda electoral de algún gamonal local, departamental o nacional. Después de posesionado el senador, representante, gobernador, diputado, alcalde o concejal, el parroquiano la viste con la esperanza de que su cacique se la vea puesta y cuando llegue el reparto de auxilios o el botín burocrático le tenga en cuenta en esa repartija de pobreza. En tanto la camiseta va perdiendo los colores de la publicidad y van apareciendo vergonzosos agujeros que muestran la mala calidad de ese preciado regalo. En tanto los vecinos que no atinaron a elegir un ganador, toman la camiseta como trapo de cocina o la refunden con la esperanza de que los que ganaron lo tengan en cuenta y hayan olvidado su imagen portando la camiseta de sus contrincantes (algunos tienen suerte).

   Pasados tres o cuatro meses, los ganadores escogen sus preferidos y los “enaltecen” nombrándoles de celadores, aseadoras o manipuladoras de alimentos. En ese momento el elector que se creía “ganador” se estrella contra la realidad, pues después de hacer antesala varias veces en la oficina del político y no ser atendido, por fin abre sus ojos ante el presente y, lo invade la desesperanza y comienza a despotricar del grupo, partido, directivos, empleados y de su propio cacique. A todas estas, la camiseta tiene el mismo fin de la del perdedor convertida en limpión o trapo de cocina.

    Esto no solo ocurre con las camisetas y la gente del común, ocurre con algunos profesionales arribistas que se auto perciben como clase media en ascenso y en sus carros y apartamentos se decoloran afiches y microporos propagandísticos con las mismas creencias de llamar la atención igual que la gente del común, es decir, la esperanza de ser tenidos en cuenta los iguala por abajo, algunos tiene, como dicen los traquetos, “el corone”, pero la gran mayoría no, y al igual que el ciudadanos de a pie, desprenden las calcomanías, afiches y microporos las que van al tacho de la basura.

    Ahora bien, ¿por qué este vendedor de pescado vestía una camiseta política nueva, con los colores intactos? Lo averigüé con un amigo en común, el cual riéndose me dijo: Es que ese señor asiste a todas las manifestaciones y caminatas sin importar grupo, partido o candidato, a todos los aspirantes le pide la camiseta y a todos les pide que le den para sacar el duplicado de su cédula, que según él se le perdió viajando de Aguachica a Tamalameque. Ahora, prívate —me dijo—el no es el único que utiliza esa artimaña, en este pueblo hay muchos que renuevan su ropero de elecciones en elecciones.

Engañar al que engaña es doblemente entretenido. (Jean de La Fontaine) 

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