Llegar a nuestro querido Tamalameque es, a más de una obligación con nuestra Patria Chica, es un acto de cariño por nuestros ancestros, una reconciliación con nuestra cultura vernácula, un reencuentro con nuestra historia común y un acto de fe con el pueblo que nos vio nacer y nos cobijó desinteresado y amoroso durante la niñez y en otras etapas de nuestra vida.

     Hasta ahí la historia es común a la mayoría de los tamalamequeros, no a todos, pues de que hay excepciones, las hay, pero ese es un tema que trataré después. A lo que quiero referirme hoy es al cosquilleo incesante que uno siente en el estómago, cuando decide tomar un descanso en Tamalameque, pues no sabemos que tiene este pueblo, que jala al nativo en esa forma misteriosa, que parece que un imán le atrajera hacia él. La sensación que uno siente cuando sale del lugar de residencia, sea cual fuere, y se encamina a Tamalameque es indescriptible, conozco de casos que conducen vehículos las 24 horas completas sin ningún descanso y muy pocas paradas con el fin de llegar rápido a nuestros lares familiares, a nuestra heredad.

    Pero lo verdaderamente curioso lo sientes cuando llegas al Burro y tomas el ramal nacional adentrándote a ese lugar cercano a nuestras querencias, lo que sientes cuando pasas Palestina y empiezas a ver las sabanas y sobre todo los tacanes o comejeneras que adornan el paisaje como fantasmales estatuas hechas de lodo por una cultura extraterrestre y cuando llegas a la curva donde se desprende el ramal de Antequera y alcanzas a columbrar a la distancia el cerro Barco haciendo compañía a nuestro Tanque del acueducto enmarcados con un fondo de nubes tornasoladas y un sol rojizo en los estertores de la tarde que declina. Ahí tu corazón palpita de manera alegre, golpeando tu pecho con un ritmo nuevo, como anunciando a todo tu organismo la inminente llegada a tu hogar y al reencuentro con los tuyos.

    Pero, ¡ay! En estos momentos, llegar al Burro es desolador, pues si llegas sábado o domingo no encuentras carros que te traigan y tienes que sufrir el desespero de estarte ahí, a 17 kilómetros de tu hogar, detenido por la falta de transporte y si lo hay y tienes suerte debes esperar a que lleguen por lo menos 8 pasajeros más para que te traigan, mientras la desazón y la rabia te corroe por dentro. Claro ahí están unos cinco o seis muchachos con sus motos brindándote la oportunidad de traerte a volandas en sus raudas motos por la módica suma de cinco mil pesos.

    Si tienes las agallas suficientes y te aventuras a montarte en las motos, si eres mujer vienes agarrada a la cintura del motorista con la cara pegada a su espalda para evitar que la brisa hiera tus ojos y las lágrimas incontenibles no dañen tu maquillaje y te presentes a tu pueblo desaliñada. Si eres hombre, por pena no abrazas al motorista si no que te aferras a la parrilla trasera de la moto con los brazos hacia atrás en un acto desesperado de no caer. En fin, te pierdes el gusto de saborear el paisaje, los tacanes, el cerro Barco, el acueducto y las enhiestas palmeras de cocotero que cobijan a Tamalameque con sus penachos agitados por la brisa cálida que viene de la sabana. Llegas tenso, sudoroso, lleno de tierra y con algunas magulladuras que te han producido los saltos en la odisea a campo traviesa que has hecho en los 17 kilómetros sobre la moto.

     Llegas a tu pueblo y debes recibir el abrazo de los tuyos con pena pues llegaste sudoroso lleno de polvo, con el vestido sucio, pero gracias a Dios sano y salvo, con el equipaje magullado y descosida las costuras de tu maletín, pero entero y en tu casa al lado de los que te quieren. Pero vale la pena ¡Carajo!, estas en Tamalameque y ya eso de por si es un acontecimiento, por eso soy mequero. ¡Que viva Meque!.

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