Por: Diógenes Armando Pino Ávila

    La paz que se respira en estos pueblos del Caribe Colombiano tiene como ingrediente la oralidad, las costumbres, las tradiciones y un ingrediente exquisito que es la alegría con la que adobamos los ratos de solaz y esparcimiento donde le damos rienda suelta a la imaginación creadora de cuentos y anécdotas, en un permanente festejo con gracejos risas y mamadera de gallo. Esto permite vivir sin amarguras, ya que esa alegría y mamadera de gallo se comporta como un bypass que permite una salida a las tensiones para alivianar las penurias de la cotidianidad.

    Mis queridos lectores, han notado que me gustan las anécdotas de mi pueblo, que soy un cazador de tales relatos e historias y que trato en mis escritos visibilizar a los personajes del pueblo por sus decires, gestos y acciones, sin importarme su condición racial, económica, social o religiosa. Es más, creo que es una necesidad dejar testimonio de estos personajes y su anecdotario como parte de la cultura local para que las nuevas generaciones conozcan y valoren sus orígenes.

    La que les contaré hoy, transcurrió por allá en la década de los 60s, en que Tamalameque vivía una tensión política local entre los miembros del partido liberal oficialista y los del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) liderado por Alfonso López Michelsen en franca rebeldía contra la férula oficialista. A propósito de dichas tensiones locales el partido liberal se dividió en Tamalameque y se produjeron acciones con una picaresca y jocosidad que narraban los mayores de esa época.

    Tomas Gómez y Marciana Pozo habían liderado un movimiento cívico, contra la mala administración del Hospital, lo cual provocó el despido de Pedro Claver del Río, un cartagenero rubicundo, que se desempeñaba como síndico. En su reemplazo a petición del pueblo y con la bendición del doctor Emilio Abuabara, fue nombrado Maximino Caballero.

    El nuevo síndico al tomar posesión del cargo, recibió el inventario de los muebles, enseres y equipos del hospital, y entre fórceps, pinzas hemostáticas, fonendoscopios y bisturís recibió un aparato de esterilización que en el inventario aparecía con el nombre de Autoclave. Al nuevo síndico le llamó poderosamente la atención la coincidencia sonora del apellido del síndico saliente y el nombre del aparato de esterilización, el primero Pedro Claver y el esterilizados auto clave, esta similitud le llevó a profundas cavilaciones y en su calenturiento magín le halló razones de politiquería a este hecho.

     Producto de esas cavilaciones y profundas reflexiones tomó, ya apersonado de sus funciones, la decisión de reunir a los empleados del hospital, para -según él, poner los puntos sobre las íes y terminar el desgreño administrativo, su discurso fue encendido y elocuente, habló de la necesidad del trabajo en equipo, de la obediencia debida del empleado con su jefe, teniendo el cuidado de hacer pausas y énfasis para indicar que el jefe, indiscutiblemente era él, siguió con su chachara y elucubraciones oratorias por más de media hora y remató su discurso así:

    «Es que en el hospital todo tiene que cambiar, todos han de someterse a las nuevas normas que desde hoy regirán. La disciplina se aplicará desde los Pacientes hasta el empleado de menor rango. Y ése aparatico que ustedes llaman Autoclave, en honor a Pedro Claver el síndico saliente, desde hoy en adelante pasará a llamarse Autocaballero. He dicho señores».

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