Por: Diógenes Armando Pino Ávila

El otro día, hablando con algunos amigos, sobre la dramática situación que viven los emigrantes e inmigrantes, de los diferentes países que cruzan clandestinamente las fronteras de los países, buscando el sueño americano, algunos motivados por la violencia política, otros en busca de mejores oportunidades de trabajo y otros empujados por las salvajes medidas económicas puestas a su país por parte del gobierno de USA, al que ahora miran como su salvador y por eso emigran hacia allá-

Conversando sobre los venezolanos que se han asentado en nuestro pueblo, donde en su inmensa mayoría son gente buena, honesta y trabajadora, que luchan el día a día en trabajos de albañilería, moto taxismo y otros menesteres, caímos en la cuenta que eran descendientes de paisanos nuestros, por tanto, criados y educados con los valores de nuestros mayores, mientras que otros venían emparentados con los hijos o hijas de nuestros coterráneos.

Recordábamos los lejanos tiempos en que se dio el fenómeno inverso, en que nuestras gentes, por allá a mediados los años 70s, por razones de violencia y desplazamiento o necesidad nuestros campesinos emigraban hacia Venezuela donde conseguían trabajo, y cada tanto tiempo, (fiestas patronales, Navidad, Año Nuevo o festejos familiares) regresaban a sus pueblos con sus ahorros de los largos periodos de trabajo en el vecino país. Además de sus “cobres” como llamaban a sus ahorros, en su muñeca lucían orgullosos enorme reloj marca Orient, de números y punteros fosforescentes, la peculiar forma de hablar imitando a los venezolanos con su dicho de “coño de madre” con que aderezaban sus conversaciones y los nombres cambiados de algunas cosas (Al banano que en nuestros pueblos llamamos guineo, ellos le llamaban “cambur” y a los neumáticos de las llantas de carro, bicicletas o motos ellos le decían “tripa”.

Su estadía en el pueblo estaba marcada por parrandas interminables, donde llevaban la voz cantante como anfitriones esplendidos, pues gastaban a mano llena su “cobres” agasajando a sus familiares, amigos y compadres. en esos festejos que duraban una o dos semanas o hasta donde le alcanzaban “los cobres”, para luego, sin dinero, regresar de nuevo a Venezuela en la búsqueda de trabajo en las fincas del vecino país a las que llamaban “materas”.

Olvidaba mencionar que, en ese entonces, también traían unas enormes grabadoras que cargaban en la mano o terciadas al hombro por una reata con la cual amenizaban sus fiestas Me intrigaba el por qué la mayoría de ellos traían ese tipo de aparatos enormes. Por ello, en ese entonces, busqué la manera de acercarme a un paisano y familiar que había llegado del vecino país y andaba emparrandado con sus hermanos, compadres y primos. Le puse el tema de mi curiosidad y al preguntarle donde compraban ese tipo de aparatos me dijo que en Maicao o en Cúcuta, me dio el valor y habló sobre las cualidades de su grabadora.

Cuando le pregunté por qué la mayoría de los que venían del país de Bolívar, traían ese tipo de aparatos, me miro con ojos bondadosos, me sonrió con la benevolencia del adulto que recibe una ingenua pregunta de un niño, al que hay que darle como respuesta, una abrumadora verdad de Perogrullo. Puso su mano callosa sobre mi hombro y señalando su grabadora me dijo: ¡Este es el pasaje de regreso!

–No entiendo le dije —me miro con asombro y sonriente remató: La vendemos o dejamos en casa de empeño y al mes le giramos a la familia para que la libere.

¡Por fin comprendí el por qué en mi pueblo, en esos tiempos, abundaban las grabadoras!

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