Por: Diógenes Armando Pino Ávila

A orillas del Río Grande de la Magdalena y de La Ciénaga de la Zapatosa hay un territorio llamado Depresión Momposina, poblado de leyendas, historias y costumbres que han nutrido una cultura que los moradores de ésta han llamado cultura riana, la misma que Orlando Fals Borda llamó algo así como Cultura anfibia que era practicada por los hombres hicoteas que se caracterizaban por ser sentipensantes. Lo de riana por el río y lo de anfibia e hicoptea por la dualidad de pervivencia de sus moradores que en verano cultivan productos de pan coger en las zonas aledañas al cause del Magdalena y en invierno con las inundaciones se regresan a su oficio tradicional que es la pesca.

Este hombre riano o riograndero como lo llaman los mayores, tiene un anclaje vital con el terruño, de tal suerte, que lo piensan y lo sienten como parte de su ser y de su alma como lo consignó Fals Borda en su investigación “Historia doble de la costa” cuando narra que   Víctor Manuel Moncayo, un pescador de San Martín de Loba   al hablarle de las prácticas ancestrales, le soltó la perla de que, en el territorio, sus moradores acostumbraban “pensar con el corazón y sentir con la cabeza”, lo que le llevó a acuñar la bella expresión de sentipensante, que identifica plenamente al riograndero.

En este territorio se festeja la vida con un baile cantao llamado Tambora (con mayyúscula), el que está constituido por cuatro aires o sones diferentes: Tambora-tambora, guacherna, chandé y berroche. Aires o sones estos, que se practican desde tiempos inmemoriales, y que se supone se originan en el sincretismo étnico: indio, negro y blanco (en los últimos tiempos algunos investigadores se oponen a que se reconozca aporte del blanco). Los instrumentos con que se ejecuta son: la tambora (cilindro de madera con dos parches de cuero) que se toca con dos varas o baquetas, el currulao instrumento semicónico de un solo parche que se toca con las manos y en sus inicios las maracas, las cuales han sido reemplazadas por el guache.

Podría seguir comentando de los cantos, bailes y demás parafernalia, pero hoy quiero referirme a un aspecto muy particular y poco comentado. Me refiero a la magia que encierra este baile cantao, primero que todo mantiene su forma original de llamar su quehacer, por ello en la Tambora no hay canciones sino cantos y quienes lo cantan no son cantantes, son cantadores o cantadoras, el que los compone no es compositor, es componedor. No hay bailarines, lo que hay son bailadoras y bailadores. No hay coros, lo que hay son contestas y los que contestan no son coristas sino respondedores. Al grupo que ejecuta no es conjunto ni orquesta, sencillamente es un grupo de tambora, y el convite, la noche donde se toca, baila y festeja es noche de tambora o noche de guacherna.

Hace mucho tiempo, ante la ausencia de textos que describieran la tambora, que contaran su mundo, sus secretos, sus costumbre, escribí un pequeño libro que titule: Tambora: Universo mágico, el que escribí con las tripas, deslumbrado por lo que veía, ese mundo escondido dentro de la cultura riana y que era desconocido por toda Colombia y quise mostrar ese universo mágico de la Tambora no solo con el texto, sino con un festival en Tamalameque que mostrara a propios y extraños nuestra cultura vernácula.

Siempre que escuches una Tambora, en cualquiera de sus sones, sentirás igual que Jorge Artel con la música de sus mayores “El hondo, estremecido acento en que trisca la voz de los ancestros en mi voz”, además esos ancestros lo sentirás en el eco del tambor y tendrás la percepción inexplicable que tus antepasados están presente sin que puedas verlos y bailan al pie de una fogata.

Con el tiempo tendrás la facultad de ver lo que los iniciados no ven y ni siquiera sospechan, que hay bailadoras que arrobadas por la magia que fluye de la voz de la cantadora, los golpes del tambor y el abrigo de la noche, entran en una especie de trance y sin saberlo, al danzar alcanzan a separar sus pies del suelo en una levitación que la mayoría no percibe. 

Por último, decirles que el que conoce el mundo de la Tambora, queda atrapado en su magia, enamorado de sus cantos, de su baile y la ejecución de sus instrumentos, un claro ejemplo de ello lo doy siempre como testimonio, no sé bailar la Tambora, no toco ninguno de sus instrumentos y por supuesto, no tengo voz para cantarla, sin embargo, llevo más de 50 años sumergido en su magia, sin encontrar la salida de su mundo, al punto de no saber que me gasta más si la Tambora o la poesía.

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