Por: Diógenes Armando Pino Ávila

    Tiempos hubo de silencio y soledades en que los territorios hablaban consigo mismos. Su voz era un susurro en el que la voz de los antepasados llegaba de su lejanía en el tiempo en la voz de los abuelos que contaban a sus hijos y a sus nietos gestas históricas del pasado, historias de patriarcas fuertes como el pedernal, capaces de descuajar montañas y domar caballos, de ordeñar sus vacas y pastorear sus ganados, hombres vivaces y humildes que hendían las aguas de ríos y ciénagas con sus anzuelos y atarrayas para arrancarles el pez que sustentara sus familias. Historias de matronas fortísimas, que aporreaban la ropa con manducos y cocinaban en fogón de piedra los alimentos sazonados con achiote, para alimentar la numerosa prole que como bendiciones correteaban por el patio solariego con los niños del vecindario, mujeres sin maquillajes, pero con belleza reposada y sonrisas radiantes, madres cariñosas capaces de quitar a sus niños cualquier dolor, por fuerte que fuera, con tan solo un beso y un «sana, sana colita de rana».

     Tiempos hubo en que los territorios delegaron su voz en la voz de los caciques, políticos locales, finqueros y ganaderos, que por su dinero ganaron reconocimiento parroquial, la mayoría de las veces campesinos iletrados con la viveza natural del negociante que ve oportunidades de ganar y acumular capital en las oportunidades que brindaba la comunidad, y que por su ascendencia en la parroquia apadrinaron en bautismos las nuevas generaciones y a ritmo de compadrazgo consagraron su poder local, a tal punto que eran consultados para tomar decisiones y solucionar disputas de vecinos. Caciques que fueron elegidos concejales y nombrados a dedos como alcaldes o en los pocos cargos representativos del villorrio, sin importar su preparación para desempeñarlos. Líderes que se erigieron utilizando sacramentos y usufructuaron con arrogancia el poder en su propio beneficio, pero que siempre tuvieron la rodilla en tierra ante los caciques capitalinos que dictaban sus órdenes y caprichos mediante telegramas para que sus huestes electorales cumplieran al pie de la letra.

    Tiempos hubo en que, algunos jóvenes, los que tenían con qué y los que no teniendo dinero pero si valor y arrojo, salieron a estudiar en los centros educativos de la provincia, El Pinillos de Mompox, El Liceo de Santa Marta y al graduarse de bachilleres se erigieron como líderes de sus comunidades y asumieron la vocería de sus pueblos, cambiando de alguna manera la relación entre el cacique departamental con el de los territorios, sin embargo, seguían sumisos esperando que les dieran la oportunidad negada de ascender en esa pirámide social arcaica con rezagos feudales  y sin movilidad que les truncaba sus propias aspiraciones.

     Tiempos hubo en que algunos hijos de los territorios se convirtieron en doctores, y la comunidad centró su atención en ellos, desplazando el cacicazgo tradicional y dando paso a un cacicazgo de nuevo cuño donde los doctores gobernaron a sus anchas los destinos de los pueblos, sofisticaron las mañas de los anteriores y con lenguaje técnico apartaron las moscas del alambre y solo quedaron medrando del erario unos escogidos que se enroscaron para tal fin. Estos doctores, dejaron en heredad el poder electoral en otros doctores más jóvenes y se han convertido en la clase política local que dice y desdice a su antojo lo que hay que hacer o deshacer en los territorios, muchas veces desconociendo el querer de las comunidades. Sus prioridades de inversión es el concreto convirtiendo estos pueblos de Dios en remedos de ciudades que pierden el alma y la esencia pueblerina.

     Tiempos hubo en que los territorios no hablaban de su cultura, delegaron su voz en los hombres letrados de otras latitudes y estos acomodaron la historia y la cultura de acuerdo a sus intereses, simpatías e inclinaciones. El concepto cultura de éstos era lejano y contrario al de los territorios pues la visión eurocéntrica de la cultura chocaba y violentaba la cultura popular de nuestros pueblos, tanto que la llevaron al punto de la extensión, logrando incluso, borrar de la memoria colectiva algunos rasgos de su historia, cultura y tradición.

    De un tiempo para acá, los territorios recobraron su voz en la voz de sus inquietos hijos, los que cuentan hacia afuera la historia y la cultura desde adentro. Es la voz de los cultores, detentores y sabedores, de los artistas, artesanos, músicos, pintores, cantadores, poetas, narradores, historiadores locales, estudiosos, investigadores que no tragan entero y que por tanto tienen una visión de lo propio, de lo terrígena y con orgullo lo promueven, lo investigan y divulga. Es la hora de lo nuestro, es la hora de que los territorios recobren su voz y la hagan resonar en las instancias departamentales y nacionales, es la hora de reconocer y reconocernos en lo que somos, es el momento de ser en sí, abandonado ese ser en otro que nos impusieron desde hace tiempo.

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