Por: Diógenes Armando Pino Ávila

A comienzos del mes de noviembre del año 1991 0 1.992 (no recuerdo bien), viajaba en una chalupa de la Defensa Civil, recorría los pueblos y comunidades de la Depresión Momposina, invitando personalmente a los grupos de “bailes cantaos” para que participaran en el Festival de La Tambora y la Guacherna que realizaríamos en Tamalameque en la segunda semana de diciembre.

Había recorrido los pueblos del departamento del Cesar, La Gloria, Gamarra, San Bernardo, La Sierrita (Chiriguaná), El Paso, El Copey, Mariangola, Chimichagua, visitábamos a los músicos, sabedores y hacedores de la Tambora, insignia cultural de nuestros pueblos, el recorrido había sido fructífero lo hicimos en un pequeño automóvil que habíamos alquilado para este menester, la receptividad de los cultores había sido cordial y amable, la gran mayoría de los grupos visitados se habían comprometido a participar en nuestro festival, en algunos municipios hubo de ir acompañado de los gestores culturales a dialogar con los alcaldes para explicarles la importancia del intercambio cultural que se daba en nuestro festival y que el objetivo era fortalecer la identidad cultural que teníamos como pueblo hermanados por la cultura.

La semana siguiente le dedicamos el recorrido a los pueblos del río Grande de La Magdalena, aquellos que estaban a la margen izquierda del río y que pertenecían al departamento de Bolívar: Arenal, Ríoviejo, El Peñón, San Martin, Barranco de Loba, Hatillo de Loba. Una experiencia maravillosa que había vivido en varias oportunidades cuando hacía trabajo de campo, conociendo, aprendiendo, escuchando a los ancianos moradores de estos pueblos, que habían sido y eran celosos guardianes de la herencia cultural legada por sus mayores, y que yo, en ese entonces descubría con ojos maravillados, lo que años después en uno de mis textos denominé “El universo mágico de la Tambora”.

En ese viaje disfrutaba de ese paisaje natural, el discurrir de las aguas del majestuoso río que murmurantes bajaban arrastrando taruyas y troncos que como veleros sin tripulación navegaban al garete en su ondulante corriente. Observaba los bermejos barrancos donde tomaban el sol algunas babillas y dormitaban unas garzas blancas de estilizados y largos cuellos y nacarados picos, mientras que al centro del gran río nadaban entre zambullidas algunos patos que los pescadores llaman “yuyos” y que zambullida tras zambullidas, salen a la superficie a respirar y a engullir los peces que han capturado en las profundidades.

El chalupero (Mañe Rangel) me dijo, estamos llegando a Altos del Rosario, en efecto la embarcación bajó la velocidad y despacio se situó sobre el barro de la orilla del río donde varias personas esperaban a los pescadores para comprarle la pesca del día. Desembarcamos saludando a las personas que estaban en el puerto, un señor de edad madura con curiosidad me preguntó:

 «¿Disculpe paisano, busca a alguien del pueblo?» le contesté que veníamos de Tamalameque y queríamos hablar con los Epalza los tamboreros. El hombre sonrió mostrando unos dientes blanquísimos y parejos que contrastaban con la piel prieta de su cara. «Espere unos minutos que ya se los ubico», montó en una vieja bicicleta y salió rumbo al centro del pueblo.

Minutos después el chalupero señaló hacia la calle y observé que venía el misterioso hombre de la bicicleta y detrás de él, en montón compacto caminaba unas treinta personas, entre mujeres, hombres y niños. Llegaron al puerto, me rodearon y me dieron abrazos y apretones de mano los hombres y abrazos y besos por parte de las mujeres, me embargó una inmensa alegría el recibimiento cariñoso que me hacían los ancianos del grupo de Tamboras, entre ellos estaban los Epalza, Agripina Echeverri, Rosalía Urrutia y otros que mi flaca memoria no recuerda sus nombres. Hablé con ellos, de pie, en el puerto, traté de despedirme y me dijeron que todavía no. Que los acompañara, pues querían presentarme a una persona muy especial para ellos. Acepté, no podía hacerles ningún desplante, eran personas que yo les tenía cariño y mucho respeto, reconocía su valía como personas y guardianes de la cultura del río, portadores de la oralidad de la Depresión Momposina.

Salimos hacia el centro del poblado pasando por unas calles laberínticas de casas de bahareque y techos de palma, cuyos patios estaban cercados de madera de maquenque, guarumo y caña brava. Llegamos a una tienda-almacén de pueblo, donde se vendía granos y algunos artículos de cacharrería, al lado del mostrador de vidrio había una vitrina alta en cuyo interior exhibían los trofeos que el grupo de tamboreros habían ganado en sus esporádicas salidas al festival de Tamalameque, El Banco y San Martín. Detrás del almacén estaba la dueña. Rosalía Urrutia le dijo: «Chayo, este es Diógenes Pino», ella abrió los ojos asombrada, caminó hacia mí, me abrazo con afecto, me besó en la mejilla y me dijo «Los Epalza y Rosalía me han hablado mucho de usted, yo lo hacía un hombre viejo» volvió a abrazarme y me dio las gracias en nombre de su pueblo y de los ancianos tocadores de tambora de Altos del Rosario.

Me despedí de Chayo (María del Rosario Pineda) y salí camino al puerto acompañado de la multitud que me rodeaba, hablándome y dando muestras de cariño que me conmovía. Al llegar al puerto me despidieron con abrazos y palmadas cariñosas. Cuando iba a montarme a la chalupa, el anciano Manuel Epalza tamborero del grupo, me preguntó «¿De aquí para donde sigue?». Yo le respondí «Vamos para El Coco Tiquisio», Los ancianos me miraron con aprehensión, entonces Manuel Epalza levantó la voz y con carácter dijo: «¡Usted no va para allá!», el tono cortante como lo dijo, el carácter que le imprimió a su voz me sorprendió. Con humildad, lo miré y le pregunté: «¿Por qué no puedo ir?», el de nuevo levantó la voz y con un tono tajante de papá anciano hablándole a un hijo menor volvió a repetir, lo que para mí sonó como una orden inapelable «Usted no va para allá» Se acercó a mí, me rodeó los hombros con un cariñoso abrazo y me dijo en tono confidencial:

«Ayer el ejército bombardeo a unos guerrilleros que robaban gasolina y hay regado varios muertos en esa vía, tantos que el golero solo come culo y ojos». Lo abracé también, emocionado le di las gracias y le dije en voz alta: «Cumplo su orden, ya no voy para ese lado»

Me despedí y salimos con rumbo a Talaigua a visitar a Ramona Ruiz Quevedo, una anciana que tenía una escuela de chande.

Lloré al salir de Altos del Rosario y hoy que escribo esta nota siento el mismo nudo en la garganta y las mismas ganas de llorar, como extraño la nobleza de esos ancianos de los pueblos de la Depresión Momposina, la empatía y el amor y el respeto por nuestra cultura.

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